El fin de la Generación Gris 1n473t

Por Roberto Moar @

Cuando terminé de relatar el partido ante Portugal y me desarmé en el escritorio de la Media Tribune de Sochi sonó mi celular. 185y4t

Mi pequeña hija, Dominique, quería compartir conmigo sus encontrados pensamientos.

Por un lado, su felicidad por el triunfo celeste y su iración por el Matador Cavani, y por otro, su perturbación porque papá prolongaba la estadía en Rusia.

Días atrás, desde el colegio Edu School, la directora, Carolina Abuchalja, me había enviado un video de los pequeños de cuarto año -entre ellos, mi nena- entonando “Cielo de un solo color”.

Fue inevitable el quiebre.

En el “Estadio Olímpico Fisht”, como antes en la soledad del Hotel Rossiya al pie del Río Volga en Samara cuando vi esas imágenes de mi hija Domi, sentí que la emoción era un volcán que no tenía mejor lugar para su erupción que mis ojos.

Llorar hace bien”, me dijo Javier Perez (locutor de Sport 890) mientras escuchaba cómo se entrecortaba la voz de Sebastián Giovanelli en las primeras frases de su comentario pos partido.

Ocho años atrás, mi hijo mayor (Francisco), -hoy un experto en esta lides- consejero de su hermana que tanto lo ama, atravesó las mismas sensaciones y me confesó cuando regresé del Mundial 2010 que pensaba que me iba a quedar a vivir en Sudáfrica.

Para él, estas situaciones futbolísticas son naturales.

Es más, sólo -y gracias al hermoso proceso Tabárez- sabe de disfrutables momentos de la selección uruguaya.

Arropado entre los cuentos de mi viejo Manuel que dejó su puesto de trabajo en la óptica Pablo Ferrando un 16 de julio de 1950 y salió a celebrar la vida por “18”, y la alegría sana de mis hijos quedé -junto con mi generación- como testigo silencioso de debates sobre repatriados, eliminaciones mundialistas y garra charrúa.

Somos -algo así- como la Generación Gris.

Hace unas horas, la Coordinadora de nuestra web, Patricia Gamio, me recordó que estaba atrasado en mi columna semanal.

Sentado en el piso de una parada de ómnibus, a unos metros de la carretera que lleva del pequeño poblado de Bor a los puentes de Nizhny Nóvgorod, escribo estas líneas desde mi corazón celeste mientras los rusos me miran como un extraterrestre de extrañas costumbres que está con tres celulares a su alrededor y acomoda su molesta cocarda (acreditación) al ritmo del baile de sus dedos sobre el teclado.

Hacerlo es una gozadera periodística y una confesión a corazón abierto.

El disparador puede ser el paso del tiempo, la emoción que transmiten los hijos o los constantes mensajes que recibo desde allá... pero tengo la obligación de decirlo: esta selección me conmueve, me sacude, me hace reír, sufrir, gozar, llorar.

Me transmite valores, orgullo, sentido de pertenencia.

Me hace temblar la garganta en cada relato. Me eriza la piel.

Me da paz y felicidad deportiva.

Por eso, se que el partido con Francia es simplemente un paso más para pintar de colores los grises matices de un tiempo lejano.

Ganar o perder es sólo ley deportiva.

Qué viva esa alteración de mi ánimo y se liberen neurotransmisores que conviertan emociones en sentimientos.

Que haya fiesta.

Que se festeje porque es hermoso celebrar.

Gracias por este fuego sagrado, mi querida Selección Celeste.

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